Por: Sandor G. Lukacs de Pereny
El ser humano -a diferencia otras especies- es el único que transforma,
modifica y/o altera sus alimentos mediante incontables técnicas y métodos para
crear lo que llamamos “comida”. Esta compleja interacción resultante de nuestra
relación con el entorno geográfico inmediato (o también conocido como “Gastrogeografía”)
el cual ha sido cursor y testigo de la aparición de múltiples prácticas
alimentarias alrededor del globo: desde crocantes hormigas culonas tostadas en
la Amazonía; albinos y putrefactos trozos de carne de tiburón consumidos en
Islandia; robusta y agria leche de yegua preparada en las estepas mongolas
hasta una simple y venerada papa frita en casa. Así mismo, el pasar de los
siglos ha lógicamente forjado en cada sociedad una dependencia entre la
disponibilidad de insumos para el consumo y consecuente abanico de técnicas culinarias,
todas con el fin de saciar el sagrado bocado de energía, día tras día. Entonces,
¿cocinar nos hizo humanos?...
El acto de cocinar no
debe relacionarse únicamente con la mera aplicación térmica empleada en una
fritura, un guiso, un horneado o hervido, entre otros. Cocinar representa adicionalmente
la alteración de la composición química y/o estructura física de elementos (en
su gran mayoría orgánicos) en simultáneo con un despliegue cognitivo de
procedimientos aplicables a cada uno de los ingredientes inherentes a cada cultura.
A ello llamamos “Cultura Alimentaria”. Pensemos en el desierto de Namibia, donde las tribus
de cazadores nómades han sustentado su milenaria alimentación en la recolección
de raíces y vegetales complementando esta magra dieta con eventual proteína
animal proveniente de la caza. Claramente
la disponibilidad de alimentos (especialmente carne) en un desierto tan hostil
no es tarea fácil sin embargo, es allí donde el concepto de “cocinar”
precisamente hace su aparición. La búsqueda del alimento per se es parte de un patrimonio cultural hereditario. La manera en
la que nos asociamos con otros seres humanos para cavar un hoyo, distraer,
agitar, cazar y dar muerte a un determinado animal (empleando para tales
efectos tecnología como lanzas o piedras); pasando por la recolección de leña y
encendido de una fogata (para eliminar las espinas, pelar y trozar la presa); sumado
a la ceremonia final del compartir la comida a modo de celebrar el fruto común
del esfuerzo colectivo. Eso es cocinar.
Pasemos a Londres. Estamos
ahora en el “laboratorio-cocina” de Heston Blumenthal, reconocido Chef inglés caracterizado
por su inventiva y persistente búsqueda de innovadoras preparaciones
culinarias. Es lógico que Blumenthal no requiera ir de cacería dado que, a diferencia
de otras zonas (como la anteriormente mencionada), las lanzas han sido remplazadas
por tarjetas de crédito y las peligrosas praderas han dado lugar a atiborrados
supermercados. Parezca o no, esta modificación en los patrones de consumo es la
consecuencia del como cocinamos nuestros alimentos. Por ende, podemos afirmar
que en la actualidad “cazamos” con la billetera.
Cero punto cinco
kilogramos de arenque, 100 gramos de nueces, 3 cucharadas de fructosa, cloruro
de sodio a gusto, una emulsión de aceite de semillas de amapola y balsámico de moras cerrando el proceso con
alginato. ¿Magia molecular? Heston descifra como orquestar distintas
composiciones y sinfonías de sabor para dar cabida a atrevidas propuestas. Sin
duda, eso también es cocinar. Podemos deducir que la forma en la que preparamos
y consumimos nuestros alimentos ha sufrido drásticas alteraciones. No obstante,
el hecho de cocinar nos ha permitido ir más allá de hedónico-efímeras
sensaciones palatinas. Veamos el fondo. Hablemos del acceso a energía, hablemos de tiempo, de calorías y de evolución.
Desde el
descubrimiento del primate más antiguo del cual descendemos -el Sahelantropus Tchadensis[1]-
hasta nosotros mismos (Homo Sapiens),
significativos cambios se han sucedido en cuanto a estructura craneal y
dentaria se refiere. Sabemos que nuestros más primitivos antepasados ingerían importantes
cantidades de vegetales y raíces, frutos y bayas complementados con larvas e
insectos. Se ha preguntado acaso, ¿por qué nos salen las muelas del juicio? Observe
a un gorila y se percatará que al masticar, éste rota sus maxilares a fin de triturar
su alimento (molares). Entonces, nuestras “muelas del juicio” resultaron ser
obsoletas piezas de la evolución (si desea, complemente esto con algunas de las
anotaciones de Charles Darwin). Así pues, conforme avanzaban los milenios, esta
dieta se enriqueció de huevos, animales menores (como aves, roedores y
lagartijas) hasta gacelas, jabalíes y mamuts; todos ellos compartiendo algo en
común: rica fuente de proteínas. Agreguemos a ello el preciso -y precioso-
instante en que el fuego y el alimento se encontraron. ¡Eureka! Desde ese momento
nuestro destino como especie cambió. Diversos estudios e investigación
antropológica demostraron -mediante la comparación de cráneos fosilizados de
varias especies de homínidos- el nexo evolutivo existente entre el incremento
de la cavidad craneal, el desarrollo de dientes caninos e incisivos (estimulados
por una progresiva ingesta de carne) y la capacidad intelectual por incremento
proteínico. Cabe destacar que este cambio en nuestra dieta permitió un mayor
acceso a la energía contenida en los alimentos. En el impecable documental de la BBC titulado “Did cooking made us humans?”[2]
(y del cual se inspira el presente artículo) se demuestran a través de varios
experimentos, cómo la aplicación de temperatura en los alimentos permite un
mayor aprovechamiento de calorías contenidas en estos. En un primer experimento
a cierto ratón “A” se le colocó en dieta de papa cruda y a un ratón “B” se le
asignó papa cocida. Pasadas algunas semanas los científicos notaron que el
ratón “B” manifestaba mayor actividad que su compañero reflejado en el
monitoreo de tiempo y distancia recorrida en las ruedas de rotación de sus
respectivas jaulas (¡como aquellas de nuestros caseros hámsteres!). De similar forma, a una pitón se le dio carne cruda y
luego carne molida cocida. Se constató
que durante su aletargada digestión el reptil empleó hasta 24% menos de oxígeno
con el insumo cocido. Experimentos como estos demostraron que el aplicar
temperatura a nuestros alimentos libera
–en el caso de los carbohidratos- hasta 60% más de energía contenida en su
estructura durante la digestión que aquellos crudos. En conclusión, ¿se puede
afirmar que nuestro desarrollo e inteligencia como especie es el resultado de
nuestra cultura alimentaria? Creemos que la respuesta es que nuestra evolución tiene
una fuerte conexión con la manera en la que nos hemos procurado y preparado
nuestra comida. Finalmente, surgen las siguientes interrogantes: ¿Qué evolución
nos espera entonces con la actual oferta alimentaria de nuestro moderno mundo?
¿Cuáles son las consecuencias de la forma en la que nos alimentamos? ¿Copia ciborum, subtilitas impeditur? [3]
http://www.chefandhotel.cl/images/Revista61.pdf
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